CRONOLOGIA Y COYUNTURAS DE LOS CONFLICTOS SOCIALES CASTELLANOS

 
 

1ª FASE: 1521-1540

Los veinte años que siguen al fracaso de la revolución comunera fueron, sin duda ninguna, los más pacíficos de toda la historia castellana hasta 1700. Parece obvio pensar que la represión y el propio desánimo de los sectores más implicados en la revolución estuvieron entre las prin-cipales causas de la calma social; sobre todo si tenemos en cuenta que buena parte de las tensiones que confluyeron en las Comunidades son las mismas que provocarán los conflictos de los dos siglos siguientes: los mo-vimientos antiseñoriales y antioligárquicos; el malestar por la vul-neración de derechos tradicionales, los deseos de algunos sectores del patriciado urbano —burgueses y profesiones liberales— por ocupar un papel más destacado en la estructura de poder; o las mismas críticas al aumento de la presión fiscal.
La represión, combinada con el desánimo, puede explicar, al me-nos en los primeros años, que las tensiones se mantuviesen temporal-mente ocultas, sobre todo entre los sectores más castigados por ella, los grupos burgueses y las comunidades de señorío. Sin embargo, esto no es suficiente.
Existen, en primer lugar, una serie de factores económicos que propiciaron la disminución de los conflictos: la coyuntura económica agraria, claramente expansiva; el desarrollo urbano gracias al floreciente negocio de la exportación lanera, el mercado americano y la producción manufacturera; y el crecimiento demográfico, perfectamente constatado en todos los ámbitos de población, tanto rurales como urbanos. Estamos, pese a típicas fluctuaciones demográficas y productivas, en una coyuntura expansiva en la que aumenta la riqueza —probable-mente también el bienestar— y con ella amplios sectores sociales poseen unas expectativas claramente optimistas.
Socialmente es evidente que los sectores burgueses de la sociedad son cada vez no sólo más numerosos, sino también más ricos y con unas expectativas de poder político y ascenso social inmejorables. Las grandes aventuras financieras se ven respaldadas por un comercio exterior en expansión: la demanda flamenca de lana y las remesas de plata ameri-cana no dejan de crecer. Por otro lado, las Universidades, con un creci-miento importante de la matrícula, significan un trampolín inmejorable para encaramarse  en un Estado absoluto en construcción y, por lo tanto, con una creciente necesidad de cuadros bien formados intelectualmente —el problema de la monopolización de los Colegios Mayores por la no-bleza es posterior—.
La aristocracia nobiliaria, contra lo que ella misma había espe-rado, no obtiene del emperador las recompensas que necesitaba para re-ajustar su nivel de ingresos y su estructura de poder jurisdiccional . Es más, la Corona dio sobradas muestras de no estar dispuesta a apoyar a la alta nobleza, algo gravísimo dado el nivel de inflación existente y la ac-titud hostil que habían manifestado las comunidades de señorío durante la revolución . Las dificultades de los señores para aumentar sus ingre-sos, que les llevará a actuar de forma muy imprudente y agresiva en sus dominios y los problemas para ejercer como grupo dirigente en la Corte, serán factores básicos a la hora de explicar la oleada de movilizaciones antiseñoriales que se desencadenará en las décadas centrales del siglo.
En cuanto a los factores políticos e institucionales, aparte de las secuelas que pudo dejar el fracaso comunero a corto plazo, el hecho fun-damental del periodo fue una profunda reforma del sistema judicial cas-tellano, algo que tendría enorme trascendencia en toda la evolución pos-terior de los movimientos sociales castellanos. La reforma tuvo dos pila-res básicos: la no injerencia de la Corona en los pleitos que se seguían contra la nobleza señorial, lo cual prestigiará a las instituciones judiciales y reavivará a medio plazo las esperanzas populares en poder defender sus derechos por los cauces de la legalidad; y, en segundo lugar, una re-forma institucional tendente a reforzar los poderes jurisdiccionales de las Chancillerías y creando otros tribunales superiores que faciliten, hacién-dolos más accesibles, el despliegue territorial del sistema judicial real, como será el caso de las Reales Audiencias de Galicia, Sevilla y Canarias. El cambio de personal en las Chancillerías y las mayores competencias que asume a costa del Consejo de Castilla , las convertirán en tribunales rigurosos y con alta capacitación técnica .
La actividad judicial de las Chancillerías tendrá una importancia crucial en el fracaso de los intentos señoriales de aumentar sus ingresos y sus prerrogativas jurisdiccionales en el XVI, e incluso pondrá en peli-gro un alto número de apropiaciones señoriales realizadas mucho antes, algunas en el reinado de Enrique II, pero muy especialmente las que se llevaron a cabo durante el de Enrique IV. Las sentencias antiseñoriales serán la norma, lo cual, como cabía esperar, provocó una segunda re-forma del sistema judicial en 1598, creándose la Sala de Mil Quinientas   —o Sala de Justicia— en el Consejo de Castilla, convirtiéndola en un tribu-nal ordinario que conocía en apelación las sentencias de las Chancillerías. De este modo se consiguió anular la ejecución de las beligerantes senten-cias de las Chancillerías, convirtiéndose en un balón de oxígeno para la nobleza señorial, aunque fuese a costa de desprestigiar todo el sistema judicial entre el pueblo.
La reforma fiscal emprendida por Carlos I, muy condicionada siempre por los dramáticos sucesos de 1518-1521, renunció, de forma ya definitiva, al arrendamiento de los impuestos a recaudadores particula-res, práctica muy odiada por el pueblo castellano , optando por los en-cabezamientos,  que permitirán que los concejos gestionen la recaudación y realizar una negociación individualizada de la carga fiscal de cada loca-lidad, adaptándola a la situación económica por la que atravesase en cada momento. Se evitaron de este modo muchas tensiones sociales, en parte porque se renunciaba a un cobro expeditivo de los impuestos, pero sobre todo porque la gestión municipal de las actividades recaudatorias imbri-caba a las élites locales en todo el entramado fiscal —incluso, la recaudación les servía como un arma política más con la que defender sus intereses o perseguir a los grupos enemigos—, las cuales terminaron por ser consideradas por el pueblo como las principales responsables de cualquier aumento de los impuestos o de cualquier práctica recaudatoria dura. La Corona resultaba exculpada de toda responsabilidad directa y ello evitaba que, como sucedió a menudo en el resto de Europa, las movi-lizaciones antifiscales tomasen un peligroso cariz antiabsolutista. Además, como es lógico, los encabezamientos significaban en periodos de expansión demográfica y económica una rebaja de la carga fiscal que en términos reales recaía sobre cada vecino.
Además, en el conjunto del reinado de Carlos I, la presión fiscal aumentará en números absolutos en torno al 50% o 60%, poco frente a una inflación que aumenta en más del 100% . La Corona, por supuesto, no acomodó el gasto a sus ingresos reales, pero todavía tenía un patrimo-nio público susceptible de ser enajenado, arrendado o sobre el que situar  juros, de modo que a corto plazo no había problemas para acumular deuda pú-blica; las consecuencias de esta política no tardarían en hacerse visibles. De momento, todas estas prácticas no le hacían perder a la Corona un ápice de su prestigio y su poder; al revés, eran un recurso con el que crear vínculos de dependencia hacia el Estado y hacer coincidir los intereses de la Corona con las expectativas de amplios sectores sociales.
Si bien es cierto que entre 1521 y 1540 la conflictividad social es escasa, no lo es menos que estamos en un periodo clave para poder en-tender las oleadas de conflictividad de las fases siguientes. Desde un punto de vista socio-económico, la expansión del capitalismo castellano posibilitará el encumbramiento de la burguesía, primero estrictamente económico, pero que rápidamente empezará a provocar una dislocación profunda de las estructuras sociales heredadas de la Edad Media.
El Estado Absoluto, otro factor clave para entender los conflictos sociales castellanos, adquiere también en este periodo algunos de sus rasgos definitorios, tanto a nivel institucional —se opta definitivamente por el sistema polisinodial, creándose los consejos de Estado (1521), In-dias (1524) y Hacienda (1523)— como en sus estrategias fiscales —recau-dación mediante encabezamientos—, de reclutamiento de funcionarios —predominio de los licenciados universitarios— y de toma de decisiones —judicialización de la política e imbricación de las élites locales en el Es-tado a través de las Cortes y de los concejos—. Un Estado Absoluto, en suma, no sólo respetuoso con los intereses de determinados sectores so-ciales, sino también con los instrumentos necesarios para lograr que éstos ligasen su porvenir al cumplimiento de los intereses económicos y políti-cos del Absolutismo.
 

2ª FASE: 1540-1609

La calma social que vivía Castilla empezó a verse turbada por una serie de cambios económicos, sociales e institucionales que exigieron la adopción por los distintos grupos sociales de posturas agresivas.
Institucionalmente, la situación financiera de la Hacienda Real se volvió desesperada en los años treinta , haciéndose necesario, ante el temor de provocar otra revolución comunera exigiendo un aumento de las alcabalas o los servicios, recurrir a medidas recaudatorias basadas en la enajenación del patrimonio real. Por un lado, se vendieron de forma masiva regimientos perpetuos, y esto se hizo —por primera y última vez— sin discriminar socialmente a los compradores. Gracias a ello, un buen número de Ayuntamientos cayeron en manos de la burguesía mercantil —sólo en La Rioja, esto sucedió en Alfaro, Calahorra y Logroño, los tres principales núcleos de población—, que desplazó unas veces a los viejos linajes hidalgos y otras suprimió los gobiernos asamblearios medievales. El fenómeno de las perpetuaciones no sólo se extendió a un número enorme de poblaciones, sino que significó una dislocación de las jerar-quías sociales en muchas de ellas.
La resistencia de los estamentos hidalgos a compartir el papel de grupo dirigente a nivel local se sumó a los sentimientos antioligárquicos populares, dando lugar a tensiones sociales graves, aunque como el pres-tigio de las instituciones judiciales absolutistas era todavía grande pudie-ron ser canalizadas hacia los cauces de la legalidad y rara vez se produje-ron tumultos violentos. El miedo a la burguesía llegó a hacerse patente en las Cortes de Castilla desde los años cuarenta, donde se llegó a exigir que los mercaderes y demás oficiales mecánicos  fuesen inhabilitados para ejercer cargos públicos, pero mucho más habitualmente en los concejos, donde se introdujeron o se intentaron introducir ordenanzas prohibiendo el acceso de mercaderes y conversos , como sucedió, por ejemplo, en Lo-groño en 1560:

"Que en el segundo estado, que en la concordia dice de hombres buenos, diga y sea de labradores cristianos viejos,  (...) y que en este estado de labradores cristianos viejos puedan entrar y ser elegidos y elegir cualquier vecino desta ciu-dad con que no haya sido reconciliados ni descendientes de reconciliados por el Sto. Oficio ni quemado ni descendiente del, ni tenga oficio mecánico vil, porque estos no han de ser elegidos ni electores"

Tras la bancarrota de 1557, Felipe II comenzará a autorizar la supresión de los regimientos perpetuos en las localidades más conflicti-vas y entre 1560 y 1561 un buen número de ellas aprovechará para ha-cerlo, a pesar del enorme esfuerzo financiero que exigía. De cualquier modo, incluso en las localidades donde se consumen  los regimientos continúan los conflictos. Por una lado, la situación social hace que los regimientos electivos no sean ya un instrumento con el que evitar la oligarquización; por otro, la burguesía no renuncia a sus deseos de ascender socialmente y de controlar políticamente los concejos.
Por si esto fuera poco, las necesidades financieras de la Corona le llevan a recurrir de nuevo a la venta masiva de oficios municipales entre 1580 y 1585. Esta vez el Consejo de Hacienda será más riguroso a la hora de estudiar la condición social de los compradores; no discrimina a la burguesía, pero impide que monopolice el poder.
Las movilizaciónes antioligárquicas aumentan su radicalidad a fi-nales de siglo, fundamentalmente porque son protagonizadas por el pue-blo llano —volverán a consumirse regimientos entre 1596 y 1603, pero esta vez la Corona no lo autorizará para evitar conflictos, sino para re-caudar dinero—. Los plebeyos enriquecidos en el XVI forman ya parte de la nobleza o prefieren pactar individualmente con ella —a través de vin-culaciones clientelares o de los matrimonios— y no participan en los in-tentos de desbancarla del poder.
Otro cambio político-institucional de enorme trascendencia será el constante aumento de la presión fiscal , sobre todo en dos momentos claves: la renegociación de las alcabalas en 1575 y la imposición del ser-vicio de millones en 1590, prorrogado en 1596 y elevado de 8 a 18 mi-llones de ducados en 1601 . El aumento de la presión fiscal coincidió con una recesión económica general cada vez más evidente y recayó sobre unos concejos muy inestables políticamente y cargados de deudas. Las medidas recaudatorias que los grupos dirigentes se vieron obligados a adoptar —imposición masiva de impuestos indirectos, privatización de bienes comunales, cobro directo por prorrateo entre los vecinos (repartimientos) , etc.— generaron las primeras movilizaciones antioligár-quicas con objetivos antifiscales.
También la situación financiera de la Corona está detrás de la venta masiva de baldíos  y de la enajenación de un buen número de lo-calidades pertenecientes a las Ordenes Militares, conventos y cabildos , aprovechando las bulas papales de 1529, 1551 y 1574. Las ventas traje-ron consigo importantes consecuencias sociales, posibilitando el acceso a la nobleza señorial de funcionarios, mercaderes y miembros de las oli-garquías urbanas , pero también fomentando un aumento de la crispa-ción popular, no sólo por el hecho de caer bajo dependencia señorial, sino también porque, a partir de 1557, se concedieron importantísimas atri-buciones jurisdiccionales a los nuevos señores a costa de los derechos tradicionales de los concejos enajenados .
Por último, el sistema judicial castellano se había convertido en un peligro real para la nobleza señorial desde las reformas de los Re-yes Católicos y de Carlos I —como lo prueban las sentencias que dictaron las Chancillerías hasta finales del XVI—, y esto, entre otras razones, in-fluyó en los objetivos políticos que inspiraron la reforma de las funciones judiciales del Consejo de Castilla que llevó a cabo Felipe II en 1598. Se creó la Sala de Justicia  o Sala de Mil Quinientas,  convirtiéndola en un tribunal de apelación sobre las sentencias de las Chancillerías y, además, se empezó a recurrir de forma masiva al envío de jueces de comisión, que dependían directamente del Consejo y apartaban los casos política-mente más importantes de la jurisdicción de los tribunales ordinarios.
El Consejo de Castilla, incluida su Sala de Justicia, se convertiría en un tribunal eminentemente político, destinado a congelar o modificar aquellas sentencias cuya aplicación hubiese podido suponer un riesgo político al atentar contra los intereses de la aristocracia o ser incompati-bles con la estrategia política que la Corona siguiese en ese momento . Fue, desde luego, el principio del fin del prestigio que habían gozado hasta entonces los tribunales reales, pero también una forma de hacer compatible la estructura administrativa y gubernativa estatal con los in-tereses de los grupos sociales que de hecho la sostenían: las élites urba-nas y la alta nobleza señorial.
Desde un punto de vista económico, la coyuntura expansiva toca techo entre 1550 y 1580, dependiendo de zonas y de sectores. En el campo, a los problemas que afectan directamente a la producción —cierto grado de superpoblación y caída de la productividad—, se viene a sumar la incidencia del capitalismo mercantil. El dinero, los circuitos comerciales y las maniobras financieras y especulativas aumentaron los problemas de abastecimiento, encarecieron la tierra y se convirtieron en un instru-mento más de extracción de rentas al campesinado .
La economía familiar de autoconsumo será atacada por todos la-dos: la privatización de terrenos comunales; la imposición de impuestos directos e indirectos, no sólo para pagar al rey, sino cada vez más para hacer frente a los intereses de las deudas que acumulaban los concejos; los préstamos privados, que exigían hipotecar la hacienda familiar; el aumento espectacular de las tasas de arrendamiento; y un proceso menos conocido, pero probablemente de los más importantes, la implantación de políticas agrarias al servicio exclusivo de los grandes propietarios, pro-fundamente imbricados en una agricultura comercializada, y que aplica-rán políticas tendentes al monocultivo a costa de las tradiciones comuni-tarias y que incluso, para garantizarse una mano de obra jornalera nu-merosa y barata, no dudarán en impedir, no sólo el aumento de los jor-nales, sino incluso las roturaciones, la venta al por menor y todas aque-llas prácticas que servían para complementar los ingresos familiares y li-beraban a los campesinos pobres del trabajo asalariado .
A finales del siglo XVI todos los indicadores son negativos en el campo, y sobre este panorama inciden una oligarquización creciente, una presión fiscal en aumento y, por último, la peste de 1599 y las malas co-sechas que se suceden en los últimos veinte años .
De cualquier modo, no fue en el mundo rural donde se produjeron las tensiones sociales más graves. Probablemente, los campesinos del XVI, aunque sus formas de vida tradicionales se viesen acosadas, eran menos sensibles a la fluctuaciones económicas de lo que a menudo se ha supuesto. Además, otros procesos de tipo político, institucional y cultural llegaban muy mitigados a las comunidades rurales; incluso los intentos señoriales por aumentar su poder y sus ingresos se concentraron en las ciudades y villas de cierto nivel, dejando de lado a los pequeños pueblos de los que pocos beneficios cabía esperar.
Las grandes víctimas entre el campesinado —o, al menos, los gru-pos que más conflictos protagonizaron— fueron los jornaleros y los pe-queños propietarios radicados en zonas altamente integradas comercial-mente. La inflación y la imposición de impuestos indirectos castigó de forma muy especial a los jornaleros, que desde mediados de siglo inten-sificaron sus demandas, provocando con ello serios conflictos en las zonas donde la mano de obra era fundamental para sostener la rentabilidad de las explotaciones agrarias —por ejemplo, en las comarcas vinícolas— .
En general, los últimos cuarenta años del siglo XVI parece que se caracterizaron por un aumento de las desigualdades, un proceso que arrastró a un elevado número de pequeños propietarios al jornale-rismo . La creciente inseguridad en que vivían los sectores sociales en trance de caer en el trabajo asalariado, agravada por la diversidad de intereses entre los distintos grupos socio-profesionales de cada localidad y por el com-portamiento interesado de las oligarquías locales, generó una oleada de conflictos populares con objetivos estrictamente corporativos, aunque el enemigo será siempre la élite campesina de cada localidad: pequeños ga-naderos en contra de las roturaciones y de las restricciones en el acceso a los pastos comunales; pequeños propietarios agrarios contra los ganaderos por los privilegios mesteños o por la ultraprotección de los pastizales; disputas entre propietarios por el reparto del agua de riego; movilizaciones jornaleras; etc.
Por último, el crecimiento extensivo de la producción agraria  llevó a una mayor competencia entre localidades vecinas a cuenta de los repartos de agua, pastos y otros bienes de uso o propiedad compartida. Los enfrentamientos armados y otros tipos de lucha se hicieron frecuen-tes ya que las concordias  firmadas en la baja Edad Media eran conside-radas como una traba para las localidades más dinámicas.
La evolución de la economía mercantil y manufacturera, por su parte, cambió de signo en la segunda mitad del siglo. Cronológicamente, los primeros síntomas de recesión fueron los graves problemas financie-ros de 1550, con quiebras en cadena de un gran número de mercaderes. Después vendría el cierre de los mercados laneros del norte tras iniciarse las guerras con Holanda, apenas compensado con la apertura de nuevas rutas —por tierra a través de Francia—, nuevos mercados —Italia— y nue-vos productos de exportación —los mercaderes de Logroño intentaron sin éxito exportar vino de Rioja a Flandes—. Nada evitó una recesión genera-lizada: entre 1530 y 1580 la cabaña mesteña había perdido un 30% de sus efectivos.
Los problemas de la economía mercantil y manufacturera, unidos a las crecientes dificultades que encontraba la burguesía en sus intentos de ascender socialmente, fomentaron un trasvase de grandes capitales desde los negocios financieros y mercantiles hacia la deuda pública o pri-vada —juros y censos— y hacia la compra de tierras . Es el fracaso  del capitalismo castellano, aunque su agonía pueda rastrearse mucho tiempo después.
Los cambios sociales que se producen durante la segunda mitad del siglo XVI son claves para entender buena parte de los conflictos sociales que se produjeron a partir de entonces. Entre 1550 y 1640, la burguesía enriquecida en los mejores años del capitalismo castellano in-tenta que su preponderancia económica se traduzca en poder económico y prestigio social: sus primeros objetivos serán los concejos, los esta-mentos hidalgos y la universidad. Serán unos objetivos que la conducirán a fundirse, tras unos breves intentos de crear una aristocracia del dinero en las ciudades, con la nobleza de sangre.
Las reacciones a este proceso tendrán enorme trascendencia: el pueblo llano, al que se ven conducidos buena parte de los hidalgos de sangre residentes en las ciudades, reaccionará con dureza porque el as-censo social de la burguesía precisaba de la imposición de gobiernos oli-gárquicos. La baja nobleza, por su parte, mantuvo una actitud formal-mente hostil, incluso agresiva, pero, de momento, no tenía muchas posi-bilidades de impedir los objetivos burgueses: era muy difícil, por ejem-plo, impedir que los conversos de Cuenca o Guadalajara terminasen por acceder a la nobleza; no sólo eran ricos, sino que también eran poderosos: en Cuenca siempre hubo un converso entre los procuradores de Cortes desde 1515 hasta finales de siglo :

A Ñ O PROCURADOR CONVERSO
1515 Hernando Alonso Chirino
1520 Juan Alvarez Toledo
1538 Antonio Alvarez Ayala
1542 Fco. Alvarez Toledo y Luna
1555 Juan Montemayor
1563 Juan del Collado
1566 Juan Zárate
1573 Juan Montemayor y Andrés de la Mota
1576 Diego Cetina
1579 Miguel Muñoz y Juan Montemayor
1588 Juan Pedraza
1598 Fco. Eugenio Zúñiga
 

En cuanto a su riqueza, véase el caso de los mercaderes de Logroño: 11 de ellos tenían ingresos anuales superiores a los 3.000 ducados y, sin apenas duda alguna, el más pobre de todos superaba en mucho a los hidalgos más ricos; baste una comparación con los grupos artesanales mejor situa-dos económicamente de la ciudad por esas fechas (1596) :
  INGRESOS
NUMERO ESPECIALIDAD ANUALES MEDIOS
 8 mercaderes hierro 2.187 dcs.
 43 mercaderes paños 1.265 dcs.
 13 Fruteros 56 dcs.
 5 Olleros 66,6 dcs.
 12 Herradores 78 dcs.
 6 Cordoneros 55,3 dcs.
 3 Silleros 63,3 dcs.
 9 Sogueros 66,2 dcs.
 7 Confiteros 907 dcs.
 6 Curtidores 1.166 dcs.
 36 Mesoneros 463 dcs.
 8 Calceteros 100 dcs.
 31 Zapateros 93,3 dcs.
 5 Boteros 92 dcs.
 2 Pellejeros 70 dcs.
 

En tres de las ciudades que he estudiado con más profundidad —Logroño, Cuenca y Guadalajara—, los grupos burgueses, que hasta 1540-1550 se contentaban con ejercer el poder político, empiezan a modificar drásti-camente su comportamiento social: inician de forma masiva la fundación de mayorazgos y capellanías y acuden a la Sala de Hijosdalgo de la Chan-cillería en busca de ejecutorias de hidalguía .
Un caso realmente importante es de la poderosa comunidad conversa de Cuenca. Hasta mediados del XVI, pese a la presión del Sto. Oficio —incluso varios regidores conversos fueron procesados—, mantienen escasísimos contactos con los cristianos viejos. Los matrimonios, los negocios mercantiles y las cesiones de cargos municipales se hacen dentro de la comunidad conversa. Viven todos, con pocas excepciones, en el antiguo barrio judío —el Alcázar— y acuden para todos los actos religiosos a la antigua sinagoga reconvertida en iglesia —Sta. María de Gracia—. Todo cambiará drásticamente entre el último tercio del XVI y el primero del XVII .
En ocasiones, los grupos burgueses eran lo suficientemente pode-rosos como para imponer sus intereses de forma institucionalizada. En Logroño se firmó un acuerdo en 1560 entre hidalgos y mercaderes rom-piendo el monopolio que los hidalgos de sangre  tenían sobre el esta-mento desde 1500, a partir de entonces serían reconocidos como hidalgos todos los que tuviesen ejecutoria de hidalguía , lo que posibilitó acceder a la condición noble a todos los mercaderes ricos. En Cuenca, dado el ori-gen converso de buena parte de la élite local no hidalga, las cosas pare-cían más difíciles, pero, de hecho, en 1536 se elaboró el último padrón fiable de hidalgos —al que se aferrarían desde entonces con uñas y dien-tes todos los conversos—; hasta entonces los regidores conversos se ha-bían conformado con el poder, pero aquel año exigieron revisar perso-nalmente el padrón municipal y el Ayuntamiento, pese a la oposición del corregidor y de los representantes populares, apoyó la propuesta por unanimidad .
El regidor que presentó la demanda fue Alonso Alvarez de Alcalá, conocido converso, perteneciente a la familia de origen judío más odiada de todos los tiempos en las ciudades de Cuenca y Guadalajara. El origen de esta familia está en Toledo —en el XV se extenderían por Cuenca, Guadalajara y Alcalá de Henares—, de donde salió Alonso Alvarez, convertido él o su padre a comienzos del siglo XV, y que ejerció como Contador Mayor de Juan II y de Enrique IV —su hijo Juan continuaría en el cargo hasta que fue desterrado por Isabel durante la guerra civil—, el cual premió sus servicios con regimientos diversas rentas, regimientos perpetuos en Cuenca y Guadalajara e incluso le llegó a nombrar hidalgo en 1415:

"Por cuanto he seído informado —decía el privilegio— que los del vuestro linaje, cuando eran judíos, eran habidos por fijosdalgo entre ellos e porque pues vosotros sois cristianos, es razón que seades más honrados"

Doscientos años después de la muerte de don Alonso Alvarez, los hidalgos de Guadalajara no perdían ocasión de quejarse airadamente de que en la capilla que fundó para su enterramiento en la catedral siguiera colgando un rótulo que decía: AQUI YACE EL MUY ILUSTRE SEÑOR DON ALONSO ALVAREZ.
Los pactos o las imposiciones sólo eran aceptados por la baja no-bleza cuando el poder político se les había escapado de las manos —en 1560, por ejemplo, Logroño estaba gobernada por 12 regidores perpe-tuos, todos mercaderes—, pero, de forma extrainstitucional, que no era menos eficaz, las vinculaciones clientelares y los matrimonios de conve-niencia terminaron por fundir en un sólo grupo social a la burguesía y a la baja nobleza. Incluso cabe decir que, en las ciudades, de todos los hidalgos de origen medieval sólo conservaron su rango aquellos que lograron buenos ma-trimonios y los que poseían grandes patrimonios, el resto fueron relega-dos a la condición plebeya.
Los acuerdos institucionalizados o privados no evitaron en abso-luto que este proceso generara importantes tensiones, que desbordaron rápidamente el marco local para convertirse en un problema de alta po-lítica. Se crearon toda una serie de barreras, institucionalizadas o mera-mente culturales, contra este grupo social, formando una auténtica reac-ción feudal  que, si bien fracasó a la hora de frenar a la burguesía enri-quecida en el XVI, sí que impidió que las nuevas generaciones burguesas surgidas a partir de finales de siglo siguieran su mismo camino. Todo este entramado legal e ideológico pesó como una losa sobre el capitalismo castellano y arrastró a la burguesía del XVII a adoptar posturas políticas populistas e igualitaristas —Logroño y Huete en torno a 1645 son dos ejemplos excelentes—.
Por su parte, la alta nobleza inicia una dramática escalada de en-deudamiento, producto, por un lado, de la imposibilidad de aumentar sus rentas ante la respuesta popular, apoyada institucionalmente por el sis-tema judicial real; y por otro, de una coyuntura inflacionista que reduce en términos reales los ingresos señoriales, precisamente en un momento en el que entran en escena los cortesanos de origen burgués o de la baja nobleza, lo que exige aumentar los gastos de ostentación . Los intentos señoriales por reajustar  la estructura jurisdiccional y por aumentar los ingresos en sus dominios les llevaron, dado que la generosidad monár-quica se había terminado en ese aspecto, a usar las mismas estrategias de siempre: apropiarse de nuevas rentas y derechos jurisdiccionales con-fiando en la operatividad de la coacción a los vasallos y en la ineficacia de la Corona para proteger su patrimonio. Pero, como dice Bme. Yun, ha-bían terminado los tiempos de la espada y comenzado los de la ley y el pleito; nuevos tiempos que impedían el éxito de las estrategias basadas en la fuerza. Se producirá una oleada de movilizaciones antiseñoriales, la más intensa de los siglos XVI y XVII, de la que saldrán muy perjudicados los señores: a comienzos del XVII la nobleza señorial está ya a la defensiva, sólo la protección monárquica impide su derrumbe.
 
 
 
 

3ª FASE: 1609-1620

Los veinte primeros años del XVII son, probablemente, uno de los periodos económicamente más desfavorables de todo el Antiguo Régimen castellano. De hecho, las dos últimas variables económicas que se habían mantenido incólumes durante la recesión de finales del XVI, las inyeccio-nes financieras procedentes de América y la solidez y reputación inter-nacional de la moneda castellana, comienzan a derrumbarse por esos años.
Las desdichas económicas, contra lo que podría esperarse, no provocaron un aumento de las tensiones sociales, aunque también es cierto que otros factores colaboraron a crear un ambiente de calma social: sobre todo un comportamiento de las instituciones que renuncia a todo proyecto que pueda alterar la situación socio-política y una evolución de los principales grupos sociales mentos dislocadora que en el pasado.
El reinado de Felipe III, monarca calificado, con razón, por A. Do-mínguez Ortiz como el más inútil y nefasto de todos los Austrias , tuvo parecidos objetivos en política exterior e interior. Prudencia e intencio-nalidad conciliadora o, probablemente, incompetencia y miedo a tomar decisiones, consecuencias habituales de las coyunturas políticas en las que la inercia y la corrupción reemplazan a los grandes proyectos y las fiestas a las victorias; un abogado catalán los explicaba así en 1615:

"En resumen, nuestro buen rey es un santo, pero no concluye nunca con sus escrúpulos. Sus ministros prefieren jugar toda la noche y levantarse a mediodía que ocuparse de la guerra. Así hoy no se ha-bla de otra cosa que de las fiestas del duque de Lerma. ¡Y que se queje quien le duela!"

Reconstruir el ambiente de inmoralidad, de incompetencia y de falsedad que se respiraba en la Corte de Felipe resulta para un español de 1992 no sólo morboso, sino incluso arriesgado. Los grandes proyectos políticos del pasado fueron puestos en cuarentena, pero ni se renunció explícitamente a ellos ni se tomaron medidas drásticas para reorientar la política: el objetivo de construir una Europa católica por la fuerza de las armas, aun considerándose una causa perdida, siguió repitiéndose como consigna en las misas y los desfiles y, lejos de abrir nuevas estrategias geopolíticas, todo quedó en una serie de tratados de paz que no significa-ban un cambio de rumbo, pero ofrecían un paréntesis; el objetivo de la unanimidad católica se abandonó en Europa —incluso se permitirá a los herejes europeos practicar su religión en España—, pero en el interior se mantiene con renovados ímpetus: los moriscos son expulsados; la decaden-cia económica del reino se acepta como un hecho consumado, pero lejos de dar lugar a medidas políticas serias, lo que surge es un aluvión de memoriales en los que las aportaciones de interés quedan ocultas por un manto de sueños, lágrimas o meras insensateces; se sabe que la presión fiscal ha desbordado el límite de lo tolerable, pero en lugar de reformar el sistema, lo que se hace es no aumentar el volumen de los impuestos. La lista sería interminable.
La política hacia los concejos es un excelente ejemplo de todo lo dicho. A finales del XVI todo el mundo aceptaba que la oligarquización estaba poniendo en peligro no sólo el bienestar del pueblo, sino incluso la solvencia financiera de los muncipios. La política coherente hubiese sido, lógicamente, eliminar los instrumentos legales en los que se apoyaba la oligarquización, fundamentalmente las perpetuaciones. De hecho, en los primeros años del reinado se consienten los consumos de oficios, en parte por inercia de la política iniciada por Felipe II en 1596 y en parte porque ahora el Consejo parece estar decidido a impedir que los oficios perpe-tuos sigan en manos de "gente de baja suerte, con mucha hacienda y di-neros adquiridos en mercancías y tratos viles, y se querrán ennoblecer con ellos y mandar en las repúblicas"   , como habían pedido los hidal-gos desde mediados del XVI. Pero a medida que las élites locales empie-zan a protestar, la actitud de la Corona se vuelve más y más timorata: no se atreve a negar el derecho a consumir  los oficios, pero tampoco se atreve a incentivar estas prácticas.
En 1609 se llega a una solución típica del momento: por Real Cé-dula se autoriza el consumo de los oficios acrecentados  —una minoría— y el de algunos cargos relacionados con la recaudación de impuestos —teso-reros, depositarios y escribanos—, pero, ante el temor de provocar una oleada de movilizaciones antioligárquicas que alteraran la estabilidad política de los concejos, pocos meses después otra Real Cédula prohibe cualquier modificación en el sistema de gobierno . Lo más significativo es que no sólo se prohiben los consumos, sino que se hace otro tanto con las perpetuaciones. En suma, ni se abordan las medidas antioligárquicas que exigía la situación, ni se apoya sin titubeos a las oligarquías; lo que se pretende es, lisa y llanamente, no cambiar nada, mantener la situación heredada por miedo a provocar conflictos.
El reinado de Felipe III fue en los concejos un compás de espera durante el cual se arruinó el prestigio del sistema judicial y de la mayo-ría de las instituciones reales. Lo que no se evitó, por supuesto, fue que las élites locales fuesen acrecentando su poder y que, a falta de recursos legales, recurrieran a la coacción y a las represalias; tampoco que entre el pueblo cundiera unas veces la desesperanza y otras un creciente radica-lismo que estallaría años después.
Cosas parecidas pueden decirse del sistema señorial. Los pleitos inciados por las localidades rebeldes a mediados del XVI estaba ya ape-lados en su mayoría en segunda suplicación  ante la Sala de Justicia del Consejo, normalmente intentando retrasar o impedir que las sentencias antiseñoriales de las Chancillerías se ejecutasen. La Corona prácticamente no toleró que se sentenciase un sólo pleito, los trámites procesales se fue-ron retrasando y en 1620 seguían sin resolución definitiva. Era, por tanto, una actitud sumamente ambigua en la que el Consejo, al renunciar a sus responsabilidades políticas, convertía al juego de fuerzas que hu-biese en cada localidad en el árbitro de la situación. Allá donde los seño-res tropezaron con poblaciones decididas y bien organizadas, todos sus derechos pendientes de sentencia les eran negados, y justamente lo con-trario sucedía donde los señores eran capaces de imponer sus intereses por la fuerza. El descrédito y la desconfianza que el pueblo empezará a sentir hacia el sistema judicial real fomentará la adopción de estrategias de lucha cada vez más alejadas de los cauces que ofrecía la legalidad: a partir de este momento, contra lo que había sido habitual el siglo anterior, los conflictos antiseñoriales darán lugar con frecuencia a actos violentos.
Desde un punto de vista social, todos los procesos iniciados en la fase anterior están en periodo conclusivo. Son los años dorados  de las élites urbanas; si para finales del XVI ya habían controlado oligárquica-mente los concejos y formaban parte de los estamentos hidalgos, a partir de ahora entrarán de forma masiva en la burocracia absolutista, empe-zando a ejercer altos cargos en la Corte y a recibir las primeras recom-pensas. De todos modos, estas sólo llegarán en masa a partir del reinado de Felipe IV, primero hábitos de las Ordenes Militares, luego, ya bajo Carlos II, títulos nobiliarios.
La alta nobleza, que había sufrido un proceso de endeudamiento masivo en la segunda mitad del XVI, empieza a pasar por serios apuros financieros. Algunas casas quiebran, pero todavía son pocas, porque las mercedes que otorga la Corona salvan a muchos de forma individual y, además, el Consejo de Hacienda todavía no ha puesto sus ojos en las ren-tas reales usucapidas por la nobleza señorial —lo hará en 1632—.
 
 

4ª FASE: 1620-1665

Entramos en el periodo álgido  de la conflictividad social caste-llana, que coincide en líneas generales con la llamada "epoca de los dis-turbios"  a nivel europeo. Las coincidencias del caso español con el resto de Europa son muy elevadas: las guerras; la presión fiscal; el aumento de las tensiones en torno al Absolutismo; la angustiosa situación de la no-bleza, acosada por la ruina financiera y la competencia política de la bu-rocracia; el malestar popular contra el régimen señorial y las oligarquías urbanas; el descrédito de las instituciones y en general del grupo diri-gente; la profunda recesión económica; los desajustes sociales provocados por el empobrecimiento de amplios sectores y el ascenso social de la bur-guesía.
Obviamente, aunque coincidan buena parte de las causas, las distancias son amplias en cuanto a la conflictividad concreta que genera-ron las tensiones sociales y de otro tipo. La gravedad de los conflictos castellanos fue notablemente inferior, y creo demostrar en este trabajo las razones que lo explican, entre las que destacaría las siguientes: una actitud del Estado Absoluto mucho más prudente que en el resto de Eu-ropa; un régimen señorial con escasa capacidad de coacción; una exce-lente aculturación de las masas populares; y una profunda coincidencia de intereses entre el patriciado urbano de origen burgués, la vieja no-bleza de sangre y el Estado Absoluto.
Ninguno de estos procesos hubiese podido evitar el estallido de sublevaciones graves si el capitalismo hubiera seguido una evolución as-cendente en el XVII y si la ortodoxia ideológica hubiese sido defendida con menos eficacia. Explicar estas realidades exige un planteamiento glo-balizador, que no olvide la labor de las instituciones —el Sto. Oficio, la bu-rocracia estatal, los concejos, la organización del sistema señorial, la Igle-sia, etc.—, los problemas económicos a los que se enfrentan las activida-des mercantiles y manufactureras, y el sometimiento de la cultura.
La política de Felipe IV, siempre condicionada por las necesidades financieras que imponían las guerras exteriores y por los problemas es-tructurales del sistema fiscal, llegó a sobrepasar los límites que parecía aconsejar la prudencia. Hubo dos décadas, 1630-1650, en las que ni la alta nobleza se sentía segura. La voracidad recaudatoria alteró el relativo equilibrio vigente desde comienzos de siglo: la puesta en venta de alca-balas, oficios y jurisdicciones, la concesión masiva de hábitos de Ordenes Militares a las élites urbanas para que respaldasen las medidas guber-namentales y otras prácticas provocaron un aumento inusitado de las tensiones sociales. En la segunda mitad del XVI, cuando las tensiones no fueron mucho menores —al igual que en Europa—, pudo mantenerse el orden gracias al prestigio y la estabilidad de las instituciones, pero ahora no existía esa posibilidad.
El descrédito de todo el entramado institucional no sólo provo-caba indefensión en los grupos sociales más desprotegidos, tambien fo-mentaba los posicionamientos radicalizados y los intentos de defender sus intereses por la fuerza. Este descrédito llegó, en situaciones extremas, a alcanzar al propio rey: Fuenteguinaldo en 1620, Alcántara en 1630 y Azuqueca de Henares en 1629 serían algunos ejemplos.
A la presión fiscal directa —los distintos servicios  —  se le suma-ron una serie de arbitrios  extraordinarios —papel sellado, monopolios de ciertos productos, ventas de oficios, de jurisdicciones  y de alcabalas— y una gran parte de la carga cayó sobre los concejos, la mayoría de los cuales estaban atravesando serios apuros financieros desde finales del XVI . Fue necesario recurrir al establecimiento de sisas  sobre la mayo-ría de los productos de consumo popular, encareciendo los precios, —a partir de 1655, ante las reticencias de algunos con-cejos a imponerlas, éstas se hicieron obligatorias— o recaudar el dinero mediante repartimientos,  mucho más odiados todavía por el pueblo.
El aumento de la presión fiscal volvió mucho más intolerable el comportamiento de las oligarquías locales, a las que el pueblo responsa-bilizaba de todos los problemas financieros de los concejos. Unas veces esta situación desembocó en movilizaciones antioligárquicas y otras, para desesperación del Consejo de Hacienda, en una política recaudatoria mu-nicipal que prefería acumular atrasos que provocar al pueblo con un au-mento de la presión fiscal.
Para 1625 ya no bastaba con aumentar el volumen de los im-puestos ordinarios y se acudió entonces, como en la segunda mitad del XVI, a la enajenación del patrimonio real y a estrategias recaudatorias más duras, más impopulares y, lógicamente, más imprudentes. En las Cortes de 1625 se autorizó la venta de 20.000 vasallos de realengo, otros 12.000 en 1630 y otros 8.000 en 1638. A partir de los años treinta co-menzaron también a venderse privilegios de villazgo, pagados a precio de oro por las aldeas segregacionistas o por las villa y ciudades de las que éstas dependían para impedírselo .
Los nuevos señoríos generaron un alto número de tumultos anti-señoriales y las segregaciones intensificaron los enfrentamientos entre localidades vecinas por el reparto de los bienes comunales. En ambos ca-sos, tanto la estructura económica como la social preexistentes se veían dislocadas, el empobrecimiento general y el reforzamiento de las oligar-quías aldeanas solían ser los resultados más frecuentes.
En los años treinta se inicia la guerra de Mantua y la intervención militar de Suecia y Francia en el conflicto, de modo que ya no basta con los ingresos de los años veinte, hay que aumentarlos. En 1630 se inicia la campaña de venta de oficios más imponente habida hasta entonces; allá donde había una élite local —en ocasiones sólo podría hablarse de un par de vecinos ambiciosos— deseosa de consolidar su papel oligárquico, se pusieron a su disposición los oficios municipales, incluso los de repre-sentación popular. Estas ventas fueron controladas desde un principio por la baja nobleza local, cerrándose así la última puerta entreabierta que les quedaba a los plebeyos ricos. Estos no dudaron en encabezar mo-vilizaciones populares antioligárquicas —Calahorra, Alfaro, Huete, Lo-groño— que dieron lugar a tumultos extremadamente graves en muchos casos. La baja nobleza urbana recibió así el último y definitivo espalda-razo para su consolidación como élite local oligárquica.
La voracidad de la Hacienda Real dio un salto cualitativo en 1632: se inició un plan de reintegración y posterior venta de las alcabalas cobradas ilegalmente por la nobleza señorial. Las localidades rebeldes encontraron un nuevo instrumento de lucha, muchas se negaron a seguir pagando a sus señores, saqueando los edificios señoriales y apa-leando a los recaudadores, otras pujaron por la compra de las alcabalas, encareciéndolas y obligando al señor a desembolsar cantidades que las hacían irrentables o, cuando menos, les conducían a la quiebra. Los fis-cales del Consejo de Hacienda rara vez se atrevieron a iniciar de oficio  los trámites de reintegración, pero apoyaron judicialmente a las villas rebeldes. Fue un golpe durísimo para muchos miembros de la alta no-bleza, que arrastraban ya enormes dificultades financieras.
Otras veces, sobre todo en los pequeños señoríos, la fiscalidad desniveló la balanza de poder en favor de la nobleza. La compra de las alcabalas y de las jurisdicciones de tolerancia  por los señores reafirmó su poder, permitiéndoles cometer un elevado número de abusos y apro-piaciones que generaron movilizaciones populares.
El aumento de la fiscalidad se produjo además en una coyuntura económica muy desfavorable, con dos recesiones graves —1621-28 y 1640-52— a las que se sumaron los efectos devastadores de las alteracio-nes monetarias, las bancarrotas, las incautaciones de plata y las restric-ciones al comercio exterior.
Los conflictos sociales de este periodo tienen un denominador común, desconocido en Castilla hasta entonces: las disputas se dilucidan frecuentemente recurriendo a la violencia y sólo ocasionalmente las protestas se canalizan a través de pleitos judiciales u otros mecanismos institucionalizados. En los señoríos la nobleza esta casi siempre a la de-fensiva, carece de recursos financieros o legales con los que coaccionar a las poblaciones rebeldes. El desmoronamiento de la autoridad señorial en las localidades con élites poderosas alcanza niveles escandalosos: el seño-río de Aguilar está, en la práctica, amotinado durante unos diez años —entre 1650 y 1660, aproximadamente—; y otro tanto sucederá en las po-blaciones riojanas del duque de Nájera entre 1640 y 1650. No se pagan las rentas y los representantes del señor sufren tantos atropellos que el reclutamiento de oficiales llega a ser enormemente dificultoso.
Los conflictos en el seno de los concejos entran en una fase emi-nentemente popular y radicalizada, sobre todo en las formas de lucha. Los plebeyos ricos se ven incapaces de acceder al grupo dirigente, que lo forma ya una élite cerrada de composición estrictamente noble, de modo que las típicas luchas por el poder entre nobles y burgueses del XVI son sustituidas por movilizaciones antioligárquicas.
 

5ª FASE: 1665-1700
 

El último tercio del siglo XVII, que coincide con el reinado de Carlos II, ha pasado de ser la culminación de la miseria económica, cultu-ral y política  a un periodo de recuperación . Uno tras otro, todos los indicadores socio-económicos se han ido revisando, descubriéndose que, en líneas generales, estamos en una coyuntura caracterizada por un mo-derado crecimiento. La población y la producción agraria empiezan a pre-sentar un signo positivo desde 1650 y otro tanto sucede con la industria manufacturera . Incluso las actividades comerciales y financieras, sin exceptuar al comercio colonial , se recuperan en los últimos veinte años del siglo, aunque ya nunca alcanzarán los niveles del XVI ni evitarán que Castilla sea un país ruralizado.
Desde un punto de vista político-institucional se vuelve a unos niveles prudentes de presión fiscal , lo cual alivia la situación finan-ciera de muchos concejos, que ven así reducirse las tensiones que gene-raban los impuestos indirectos sobre los artículos de consumo popular y los repartimientos. Si a esto sumamos una actitud de la Corona hacia las oligarquías locales mucho menos complaciente que en el pasado, incluso en ocasiones claramente hostil, el resultado es que la oligarquización se hizo, en líneas generales, más tolerable.
En cuanto a los señoríos, se renunció a algunas de las prácticas re-caudatorias que más conflictos habían generado, como pueda ser el caso de la reintegración de alcabalas, la venta de jurisdicciones de tolerancia o la enajenación de poblaciones realengas —sólo se vendieron en todo el reinado 10.000 vasallos—. La propia ruina financiera de la nobleza, que ahora se hace si cabe más profunda, imposibilitó a los señores para ejer-cer políticas agresivas en sus dominios.
De cualquier modo, fueron los factores sociales los mayores res-ponsables de la disminución de los conflictos. El pueblo llano, en la mayo-ría de las localidades, estaba definitivamente sometido: los fracasos de las décadas anteriores tuvieron que fomentar necesariamente el miedo y la desesperanza. No sólo se vuelven raras las movilizaciones antioligár-quicas, también los demás tipos de conflictos populares. Localidades en las que no se había conocido un momento de calma social desde media-dos del XVI, como sucedió en la práctica totalidad de las ciudades rioja-nas, viven años de inusitada tranquilidad.
Las oligarquías locales, que habían provocado hasta entonces la mayoría de los conflictos, se convierten en factores de estabilidad. Por un lado ya no se sienten tan apoyados por la Corona como en el pasado y, por el otro, sus tradicionales enemigos, los plebeyos ricos, especialmente la burguesía mercantil, han visto reducir su capacidad hasta dejar de ser un peligro.
La paz social del último tercio del siglo XVII está íntimamente li-gada con la culminación del proceso de refeudalización. El Estado está en manos de la nobleza y de una serie de linajes de funcionarios —buena parte de ellos ya nobles titulados— que controlan férreamente las puertas de acceso —los Colegios Mayores— y los ascensos. Los patriciados urbanos son nobles que forman élites cerradas y que cada vez mantienen menos contactos con sus parientes bien situados en la Corte, son ya unas oligar-quías sin grandes pretensiones de ascenso social, incluso manifiesta-mente empobrecidas. La burguesía es tan débil como puede esperarse de un capitalismo agónico y de una economía crecientemente ruralizada. La paz social procede, en suma, del inmovilismo.